Un punto final, por punto y aparte.

Es una lástima no poder compartirles todo lo que redacto en mi mente en este momento, una verdadera lástima, pues se perderán de un grandioso relato, casi podría apostar que ninguno de ustedes me creería si les hubiera contado que los cuatro mil doscientos setenta y un coches que viajamos esta noche, vamos en camino a reconciliarnos, todos nosotros con los vidrios arriba, para no dejar que la respiración de ambos pasajeros abandone el vehículo, para respirarnos entre nosotros, compartir lo último que tenemos en común antes de llegar al escenario de los siguientes párrafos.

La miopía me impide divisar con perfección los demás automóviles, por lo que tan solo distingo muchos destellos que emanan de los faros del carril contrario. Esta noche soy la copiloto, con la tarea de concentrarme en todo, excepto en los sonidos que se me escapan de la boca, me entretengo mirando los coches, esperando al cambio de luz roja por verde, soportando mi vientre con ambas manos, como queriendo atrapar un grito, contando cada línea blanca del pavimento como quien cuenta ovejas para conciliar el sueño.

Mi piloto es tan predecible que supongo a dónde nos dirigimos, también sé a dónde emprenden viaje la linea de carros de la que somos miembros, incluso de las filas laterales, todos los autos corren veloces a un lugar lejano, apartado del ruido, donde los pilotos prepararon una exposición. Me pregunto si las demás copilotos derraman líquido de sus ojos como yo, pues todas conocemos el desenlace. Es casi necesidad biológica utilizar este tiempo de traslado para recordar todo aquello que me hizo feliz junto al piloto,  agotar hasta el último esfuerzo de la mente para traer a momento el instante de la primer sonrisa, contemplar en el recuerdo el desplomo de un roble joven, sin comprender los motivos de su muerte. Es seguro que las copilotos de los demás coches se sienten angustiadas como yo, y los pilotos no dejan de sentir miedo, lo sé porque lo percibo en el mío. Nosotras abrazamos nuestros propios cuerpos, apretando tan fuerte las costillas para evitar el ingreso a los pulmones de aire más frío. Todas quisiéramos tener con qué escribir en este momento, pues mañana lo olvidaremos, mañana no tendremos tiempo de escribir, pues tenemos la agenda repleta con horarios bien definidos para llorar entre comidas, o incluso reemplazarlas.

En mi protocolo para aislamiento, están especificadas las canciones con las que es más cómodo sentirse abatido, hay lineamientos de posturas adecuadas para no lastimarse la espalda mientras se solloza desconsoladamente, las postales precisas para calar más hondo el alma, las prendas apropiadas para inhalar el perfume del recuerdo. Ya tengo todo preparado. Las otras copilotos, como yo, están decidiendo con cuál chaqueta de olor a hombre, se van a aferrar de regreso a casa para simular que no quieren que se les escape el dueño.

La sensación de escalofrío me recorre el torso y se detiene en las rodillas, escala por mis piernas y me inunda la espalda, fracciones de mi cuerpo que un día besó el piloto. El piloto que conducía mis suspiros hacia donde él estuviera para enredársele los cabellos, conducía mis pies de puntillas para alcanzarle la boca, escondiendo todo tras una cortina de hojas, conducía mi mirada hasta sus ojos y ahí me resguardaba, de las tempestades de afuera, de los peligros y el ocio, conducía mis pensamientos a los suyos y los enlazaba, para abrazarme a la distancia. El piloto ya no me conduce, tiene las manos ocupadas con el volante del coche, los demás pilotos tampoco pueden tomar las manos de sus acompañantes.

Las palabras, paréntesis, puntos y comas, pululan en mi cabeza escribiendo el final de la historia, la voz del piloto interrumpe el silencio provocando que pierda el hilo del relato, precipitadamente le coloco tres puntos... (Hemos llegado). Realiza el ritual de siempre, rodea el automóvil, abre la puerta y me ofrece la mano, la muñeca y el brazo, solía ofrecerme su vida, ahora supongo que no viene incluida. Se extinguió el tráfico, se callaron las voces, se fundieron los focos y disminuyeron los grados del termómetro. Recordé con nostalgia la última vez que estuvimos aquí, en el mismo lugar, con el mismo cielo, la misma noche, el mismo árbol, la misma rama, la piedra, el bote de refresco vacío, la caja de cartón perforada y la misma ciudad, todo lo mismo de mi recuerdo, pero hoy mi semblante no es el de aquella velada, donde desafiábamos la dirección de los vientos queriendo un globo volar, para emigrar al lago congelado de noviembre, que en su superficie imitaba luces, donde colocó muy juntos su brazo y el mío para no sentir frío. La topografía también cambió, pues descendimos a oscuras, como mis ojos en la vereda de su amor al final del camino, sin guías luminosas, ni luciérnagas siquiera.

Fue en la fosa del terreno donde le conocí hombre, donde le atrapé humano, él tan vulnerable a mis gestos y yo tan indefensa a sus solicitudes. Todo sucedió en el mismo instante, no necesitamos más tiempo para hacer lo que se hace toda una vida; nos concebimos: yo nací de su boca y él de mi pensamiento, crecí en sus brazos y él abrazado a todo mi cuerpo, me reproduje en sus labios, se propagó en mis pechos, morí en su cabeza y falleció en mi corazón. Nos despedimos repletos de tierra, con lo muslos cortados de piedra, nos dijimos las cosas que se dicen en las despedidas, nos suplicamos como se suplica en la despedidas, nos amamos como se ama en las despedidas: como nunca, como siempre, tan absurdos, tan ridículos, tan desesperados, tan arrepentidos, tan enamorados.

Un edificio se enciende en la linea del horizonte, otro, otro, otro y otro más. Es tiempo de volver a casa, nos incorporamos a la fila de coches, todos callamos, todos reflexionamos, todos sufrimos, los ocho mil quinientos cuarenta y dos amantes, volvemos a la rutina con el alma vacía y las manos llenas de aviones. Es una verdadera lástima no poder contarles esta historia, pues como siempre olvidé mi libreta y me estoy preparando para llorar. Es una pena, pues se perderán de cuatro mil doscientas setenta y un historias de desamor, todas nosotras olvidamos el cuaderno por tener la mente ocupada en la estrategia adecuada para sustituir un punto final por un punto y aparte. Pero la vida no es tan sencilla como la literatura, que con las letras solo basta hacerles elogios para que se te entreguen.

El piloto me dejó en la puerta de mi destierro, le eché una mirada por el ángulo más agudo de mis ojos, le enterré las diez las uñas en la chaqueta de hombre talla eme, y así con mis dedos, hundidos todos, separé los labios para decirle adiós. La última oración de mi historia, que irreverente me arrebató el punto de la garganta y le colocó un signo de interrogación.

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