Provecho
La carne y los huesos también nacen malditos, los míos por ejemplo. Recuerdo como me sentía cuando niña, mi madre me pedía que le ayudara a limpiar el piso de la sala y cuando se distraía frotaba mi cuerpo contra el palo de madera del trapeador. Me estremecía de felicidad, pero sabía que no era correcto, porque cuando escuchaba los pasos de mi señora acercarse, sumergía los trapos en tiras en un balde y mojaba toda la cerámica.
Las tres de la tarde era el momento de la adrenalina, mi madre se pasaba horas completas mirando las ollas para contar burbujas cuando el olivo hervía, yo aprovechaba el momento de ebullición para desnudar a mis muñecas y jugaba con ellas, me gustaba imaginar que las figuras de acción las tocaban y les arrancaban la ropa, que les pasaban la cara inmóvil por todas las zonas que mi mamá decía eran pecado; me divertía.
Fue un domingo, yo cursaba algún grado de la primaria, no recuerdo cuál de los seis, Luis David se llamaba. Yo lo veía todos los días frente a mi casa antes de ir a la escuela. Me parecía feo y además tonto, pero era mi único amigo de la cuadra. Mis papás y los suyos se decían compadres y un domingo, nos llevaron a todos los niños a comer y convivir. Ese restaurante era el de cada fin de semana, me lo sabía de memoria. Después de la ingesta, salía disparada a los costales de abono en la terraza, mi hermana, corría en estampida tras de mí. El domingo, Luis David ocupó el lugar de Sofía, me rastreó hasta los portales, como si supiera lo que yo planeaba y él pretendía cooperar. Nos escondimos entre los sacos de estiércol y le ordené que me mostrara lo que tenía en el pantalón, a cambio yo le dejaría ver lo que me sucedía en el vestido. Luis David aceptó, ambos temblando de miedo, se desabrochó un botón, bajó el cierre, tiró del elástico de su calzón y ahí lo tuve por primera vez: un gusanito oloroso y arrugado respiraba dentro de la ropa interior. Era mi turno, sentía algo bonito en mi orificio de orinar mientras me descubría los genitales, él me veía atónito y me tocó con un dedito la superficie, yo lo quité de inmediato. Tenía siete años…
Un aura sexual me maldice desde el setenta y seis, que se aprisiona en las entrañas, ronca entre mi carne y despierta al sueño profundo, con sus repetidos gruñidos. No soy mujer de un solo hombre, y tampoco sé amar. No es la primera vez que soy la puta que avergüenza, y me duele por quien abrazo, sufro por quien me piensa cada noche antes de dormir, porque tengo capacidad inagotable adentro, tantos me han amado, esos tantos que en vano han intentado sacarme del infierno. De un momento a otro aparece un alma que me apaga lo no importante del cuerpo y mi pecho cobra luz propia; mientras del otro lado de la mampara me aguarda un segundo palpitar, cuatro ojos me escanean, los unos me traducen suspendida y los otros me descubren el rostro frente al altar.
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