Alerta revelación

Esta semana te estuve pensando con insistencia, vinieron a mi mente infinidad de recuerdos y sentí la necesidad de compartirte un descubrimiento:

En tu infancia fuiste silente y solitaria. Tuviste pocos amigos y a falta de ellos te los imaginabas. Hablabas al viento y le ponías nombres de mujeres a tus cuadernos. Procurabas espacios y personas que te invitaban a permanecer ausente, callada. Ahora lo sé, por eso amabas pasar las tardes en el patio de doña Natalia, esa viejecita, más viejita que tus abuelas. No hablabas con ella, pero te gustaba estar a su lado, haciendo nada. Incluso llorabas si tu mamá te negaba el permiso de ir a visitarla. Tú no entiendes, vas a enfadar a la vecina, no tiene tiempo de cuidarte todos los días. Doña Natalia, sentada en su mecedora, al centro de una cocina abarrotada de utensilios de barro y peltre. Tú, sentada en el filo de la fuente, que ya no echaba agua, pero servía de pila para que el musgo colonizara cada metro cuadrado y los pájaros calmaran su sed vespertina. En ese templo comulgaban la fragancia del jazmín y el murmuro de las palomas. Había muchas macetas, también de barro, muchos moscos y mucha vida, y también un poco de frío, porque las casas de esa colonia estaban todas hechas de tejas, piedra y adobe.

Nunca lo había visto de esta forma, pero me asombra el contraste. A la derecha de tu casa, el patio de doña Natalia, recinto de aves y lama; a la izquierda, el misterioso lugar de los gritos, donde cada mañana, como reloj despertador, se escuchaba a la misma hora el gruñido de varios animales. No sé si recuerdas, pero un día que tus papás no estaban no aguantaste la curiosidad y acercaste un balde al muro que separaba tu casa de la construcción de al lado. Te elevaste en la azul cubeta, de puntitas y con mucho vértigo. Te ayudaste con tus manos para empujarte hacia arriba y ahí alcanzaste a ver un pasillo de cemento percudido y charcos de agua, que parecía de jamaica. Al final del pasillo percibiste una pequeña puerta de herrería que impedía el paso a un cuarto grande y oscuro, cubierto de láminas. Estiraste el cuello todo lo que pudiste para intentar ver más allá. De repente escuchaste uno de aquellos conocidos gritos, se abrió la puerta y salió a la carrera un cerdo, visiblemente herido. El animal corrió hasta quedarse sin fuerzas y sin sangre. Tú te quedaste ahí hasta que lograste destrabar las extremidades. Por supuesto que no se lo contaste a nadie. Tenías miedo de que te regañaran por desobedecer y mirar del otro lado de la barda. Por mucho tiempo viviste con ese secreto, sufriendo tus propias pesadillas en silencio. Un día, comprendiste que pasaste tus primeros años durmiendo, jugando, comiendo, al lado de un rastro.

No sé qué piensas de esto, pero a mí me impresiona que esa imagen haya aparecido tan de repente, como si se tratara de algo insignificante, como si no hubiera sido una revelación de lo que sería el resto de tu vida. Existiendo entre el horror y la calma, suspirando cada día por el patio de doña Natalia y su silencio, sus insectos, sus florecitas silvestres abriéndose paso a través de las piedras que adoquinaban suelos y fuente. Metiendo tu cabeza bajo las almohadas, a ver si eso te apartaba de la agonía de los cerdos; conteniendo la respiración cuando tenías que salir a la calle para evitar el golpe de aire cargado de sangre y muerte que provenía de aquella diminuta puerta negra, descarapelada por el sol que daba cada tarde de lleno y de frente. Pensar que en esa casa donde ocurrieron tus primeras bocanadas de vida, donde desarrollaste asma y luego un doctor te dijo que el asma es una creación del cuerpo para defenderse de cosas que no puede decir, donde rompiste tu primera piñata, donde diste tus primeros pasos, se asignó tu posición en el mundo. Atrapada entre tus vecinos, la realidad y sus circunstancias.

Lo irónico que hoy resulta que vivas en La Calma. No te rías, no es broma, en colonia La Calma. En un departamento ocupado por dos humanos introvertidos, una gata parlanchina, varias plantas colimenses e incontables microorganismos y bacterias. Inmersa en la reconfortante atmósfera de familia que ideaste y construiste. Incrustada en una de las ciudades más peligrosas de tu país, que a su vez, es una de las naciones más peligrosas del mundo, a expensas de toda la crueldad, todo el egoísmo y toda la psicosis de allá afuera. Haciéndole frente al horror y los gritos del rastro, ya no en el patio de doña Natalia, pero sí en tu patio luminoso y blanco, cuyas plantas mueven al viento sus hojas de papel cultural de noventa gramos, y al centro salpica una fuente de cristal y tinta negra, arriba los pájaros-letras posados en los alambres-renglones, cantando al ritmo de tu dulce tarareo y dejando caer de vez en cuando una pluma de punto medio. Afuera la ciudad grita, los rastros se percuden de sangre inocente. Adentro, en tu patio, el corazón se arrulla y se escribe a sí mismo en silencio.







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